11 jul 2017

Fuego y cera.

Esta es la historia de una vela, una vela larga y deforme que hacía tiempo que había olvidado lo que era el calor.
Esta vela, sin un lugar al que ir, vagaba sin rumbo, no buscaba nada, no quería nada, no vivía, sólo seguía el camino marcado en la vía. Como esperar quieto en unas escaleras mecánicas que no van a ningún sitio, mientras a tu izquierda la gente corre para llegar antes, <¿a dónde van?>.
Cada día que pasaba sin encenderse, esta se volvía más deforme, restos de cera fría se le despegaban, no miraba atrás, no merecía la pena, había asumido que todo debía consumirse, de una forma u otra, como el Kamikaze que asume su muerte antes incluso de empezar el combate.

Un día, no muy distinto a los demás, pasó por su izquierda una vela pequeña y con una fuerte llama, consumida y absorbida por el tiempo, y por si misma. Hacía tiempo que había dejado de prestar atención a los demás, pero cuando pasó a su lado, su fuerte llama le hizo recordar lo que era el calor durante unos segundos. Se miraron, y como si de un espejismo se tratara al poco tiempo, los dos permanecieron en su camino sin dejar de pensar en lo que había pasado.

Hubo que esperar algún tiempo hasta que se volvieran a ver, pero el destino no iba a ser tan bromista de soltar unas cuantas chispas y separarlas para siempre.

Cuando se volvieron a ver, los dos estaban solos, como si todo hubiera sido escrito por un guionista francés, ambos empezaron a hablar, hablaron durante días, durante el tiempo que estuvieron juntos lo único a lo que temían era al propio tiempo. La última noche el calor y las caricias inundaban sus mundos, por primera vez el frío fuera era mayor que el que consumía a la vela larga y deforme.

La vela pequeña compartió su llama, la vela larga compartió su cera. Por un momento ambas se erguían casi como una sola. De nuevo sin saber donde ir, pero con una razón para ir.